martes, 10 de noviembre de 2009

En esta parte de la ciudad raramente se encontraba un taxi y los autobuses ya no circulaban. La humedad y el frío de la noche se me estaban metiendo en el cuerpo. Caminaba cansado mientras vibraba en el aire la última campanada que anunciaba la media noche. Fue entonces cuando de repente oí, más allá de aquella esquina raramente iluminada, un profundo grito que me atrajo. El sentido común me decía que huyera rápidamente, pero... mi corazón me dijo que tenía que ir. No lo sé. Tal vez un instinto. Mis pasos eran débiles, lentos. Una parte de mi moría por saber qué se escondía allí. Acerqué tímidamente mi cuerpo hasta la esquina. Cuando estuve allí me escondí en una sombra y divisé a un niño pequeño con un corte en el brazo. No debía tener más de siete años. Como mucho seis y medio. Miré a ambos lados de la carretera y no ví a nadie, así que me acerqué para ver qué le había pasado. Me arrodillé ante él, con la esperanza de que me dijera qué estaba haciendo allí. De fondo un gato maullando. Unas tímidas lágrimas corrían por la mejilla del pequeño, que llevaba una camiseta roja con un coche de carreras. En ese preciso instante, un grupo de cinco chicas jóvenes pasaron por la otra acera, dando tumbos y con unas copas en la mano. Me giré para volver a mirar al niño, que se había aferrado fuertemente a mi brazo. Me miraba con ojos de perro abandonado. Como se mira a una persona desconocida a las dos de la mañana, por supuesto.

- ¿Qué te ha pasado?

El niño empezó a temblar y me quité mi chaqueta para tendérsela sobre su frágil cuerpo. Me sonrió después de eso.

- ¿Y tus padres?

El sollozo del niño me desorientó. Él negó con la cabeza. No podía ser posible.

- ¿Con quién estás? - dicen que a la tercera va la vencida.
El niño soltó un tímido "estoy solo" y para cuando quise darme cuenta de que mi instinto, el mismo que me había dicho que debía ir a mirar a la esquina, no había fallado, ya lo tenía en brazos en dirección a la policía.


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